Al igual que la mayoría de las
decisiones gubernamentales en Siria, la clausura, hace unos 6 años,
de la granja “Al-Raed”, una explotación estatal de ganado vacuno
situada a pocos kilómetros al norte de la ciudad de Raqqa, no
parecía tener ninguna lógica; sus números no eran malos, e incluso
presentaba mejores resultados que la mayoría de las explotaciones
similares repartidas por las provincias de Siria. La sucesión de
decisiones absurdas continuó con el decreto de cederle las
instalaciones de la granja y los terrenos circundantes al ministerio
de defensa y convertir el enclave en el campamento de la División 17
de infantería del Ejército sirio. En una provincia cuya superficie
casi dobla la del Líbano resulta que no encontraron otro sitio u
otra opción para el destacamento militar que no sea liquidar la
explotación vacuna. El chiste para los pocos graciosos atrevidos de
la ciudad estaba hecho: el gobierno se llevó las vacas para traerse
a los toros a su lugar.
La comparación resultó enormemente
injusta para los toros..
A mediodía del 26 de diciembre pasado,
la artillería situada en el campamento de la División 17 bombardeó
Al-Qahtaniyya, una aldea situada dentro de una cooperativa agrícola
cercana al campamento militar. Los obuses cayeron directamente sobre
las casas matando a más de 20 personas, la mitad de ellos eran
niños. No era la primera vez que funcionaba la artillería de la
División 17, al lado de cuyo destacamento pasa la carretera que une
Raqqa con Tal Abiad, la localidad situada, a unos 80 kilómetros, al
lado de la frontera con Turquía y que hace meses que está
“liberada” (fuera del control del régimen), pero era la primera
vez que atacaba una zona residencial con tanta fuerza. Algunos
heridos llegaron a los hospitales de Raqqa en carros, o incluso
caminando; la durísima escasez de combustible jugó aliándose con
el bombardeo contra población civil.
Cuentan los presentes en el servicio de
urgencias del Hospital Nacional (el más grande de la ciudad) que un
hombre con la ropa manchada de sangre y barro llegó con uno de los
grupos de heridos y acompañantes desde Al-Qahtaniyya y se puso a dar
vueltas sin rumbo dentro de la sala de espera. No estaba herido, pero
sí muy confuso. Pronunciaba frases sin sentido y sollozaba. De
repente empezó a gritar y a golpearse con una fuerza brutal, y antes
de que la gente que se encontraba a su alrededor lograse agarrarlo e
impedir que se hiciese más daño había sacado algo de su bolsillo y
lo rompió con saña. Era un libro de familia; un obús había
despedazado su casa matando a su esposa y a todos sus hijos.
Aparte de lo sangrante y doloroso de la
situación, a uno le es imposible evitar ver un lado brutalmente
poético en lo que hizo el hombre. Éste, rompiendo el libro de
familia, había roto también todo vínculo burocrático entre lo que
fue su familia y el “Estado”, cuyo “Ejército Nacional” le
había arrebatado para siempre a los suyos. Es extremadamente difícil
hacer algo poético con un libro de familia, un documento que en
Siria es sinónimo de colas para conseguir bonos de azúcar o arroz,
o para apuntar a los niños en el colegio, o para las pocas gestiones
burocráticas que un menos de 15 años ha de hacer. El libro de
familia no es como el pasaporte, ya que éste último, mucho más
elegante, aparece intensamente en las aproximaciones poéticas de los
sirios (y de los árabes en general). Es el documento de alejarse, de
huir. Es símbolo del exilio, de la emigración, de la distancia. El
pasaporte tiene el simbolismo burocrático de la añoranza, pero el
Libro de Familia solo tiene la carga de un documento cuyo uso es
proporcional al grado de pobreza y miseria.
Está claro que el pobre hombre no
tenía ni intención ni interés en hacer nada simbólico o poético.
Tampoco tenía esta intención aquel hombre que le aseguraba a los
Shabbiha que su mujer era “Mi alma, la corona de mi cabeza” entes
de que éstos lo liquidaran. Es el significado y el impulso de que su
expresión traspase la carne y la sangre.