4.2.13

Libro de familia


Al igual que la mayoría de las decisiones gubernamentales en Siria, la clausura, hace unos 6 años, de la granja “Al-Raed”, una explotación estatal de ganado vacuno situada a pocos kilómetros al norte de la ciudad de Raqqa, no parecía tener ninguna lógica; sus números no eran malos, e incluso presentaba mejores resultados que la mayoría de las explotaciones similares repartidas por las provincias de Siria. La sucesión de decisiones absurdas continuó con el decreto de cederle las instalaciones de la granja y los terrenos circundantes al ministerio de defensa y convertir el enclave en el campamento de la División 17 de infantería del Ejército sirio. En una provincia cuya superficie casi dobla la del Líbano resulta que no encontraron otro sitio u otra opción para el destacamento militar que no sea liquidar la explotación vacuna. El chiste para los pocos graciosos atrevidos de la ciudad estaba hecho: el gobierno se llevó las vacas para traerse a los toros a su lugar.

La comparación resultó enormemente injusta para los toros..

A mediodía del 26 de diciembre pasado, la artillería situada en el campamento de la División 17 bombardeó Al-Qahtaniyya, una aldea situada dentro de una cooperativa agrícola cercana al campamento militar. Los obuses cayeron directamente sobre las casas matando a más de 20 personas, la mitad de ellos eran niños. No era la primera vez que funcionaba la artillería de la División 17, al lado de cuyo destacamento pasa la carretera que une Raqqa con Tal Abiad, la localidad situada, a unos 80 kilómetros, al lado de la frontera con Turquía y que hace meses que está “liberada” (fuera del control del régimen), pero era la primera vez que atacaba una zona residencial con tanta fuerza. Algunos heridos llegaron a los hospitales de Raqqa en carros, o incluso caminando; la durísima escasez de combustible jugó aliándose con el bombardeo contra población civil.

Cuentan los presentes en el servicio de urgencias del Hospital Nacional (el más grande de la ciudad) que un hombre con la ropa manchada de sangre y barro llegó con uno de los grupos de heridos y acompañantes desde Al-Qahtaniyya y se puso a dar vueltas sin rumbo dentro de la sala de espera. No estaba herido, pero sí muy confuso. Pronunciaba frases sin sentido y sollozaba. De repente empezó a gritar y a golpearse con una fuerza brutal, y antes de que la gente que se encontraba a su alrededor lograse agarrarlo e impedir que se hiciese más daño había sacado algo de su bolsillo y lo rompió con saña. Era un libro de familia; un obús había despedazado su casa matando a su esposa y a todos sus hijos.

Aparte de lo sangrante y doloroso de la situación, a uno le es imposible evitar ver un lado brutalmente poético en lo que hizo el hombre. Éste, rompiendo el libro de familia, había roto también todo vínculo burocrático entre lo que fue su familia y el “Estado”, cuyo “Ejército Nacional” le había arrebatado para siempre a los suyos. Es extremadamente difícil hacer algo poético con un libro de familia, un documento que en Siria es sinónimo de colas para conseguir bonos de azúcar o arroz, o para apuntar a los niños en el colegio, o para las pocas gestiones burocráticas que un menos de 15 años ha de hacer. El libro de familia no es como el pasaporte, ya que éste último, mucho más elegante, aparece intensamente en las aproximaciones poéticas de los sirios (y de los árabes en general). Es el documento de alejarse, de huir. Es símbolo del exilio, de la emigración, de la distancia. El pasaporte tiene el simbolismo burocrático de la añoranza, pero el Libro de Familia solo tiene la carga de un documento cuyo uso es proporcional al grado de pobreza y miseria.

Está claro que el pobre hombre no tenía ni intención ni interés en hacer nada simbólico o poético. Tampoco tenía esta intención aquel hombre que le aseguraba a los Shabbiha que su mujer era “Mi alma, la corona de mi cabeza” entes de que éstos lo liquidaran. Es el significado y el impulso de que su expresión traspase la carne y la sangre.